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Ignacio López-Goñi / The Conversation
Nos movemos entre dos extremos. Los que piensan que la pandemia ya se ha acabado y hay que volver a la normalidad cuanto antes (“esto ya es un catarro”) y los que opinan que habría que seguir adoptando una estrategia “Covid-cero” al estilo chino, con confinamientos, vacunación y mascarilla obligatorias (“todo es horrible y vamos a morir”).
Pero ¿habrá una séptima ola?, ¿no se ha acabado ya esto?, ¿no hemos vencido al virus?
No sabemos a ciencia cierta qué pasará en los próximos meses, pero la pandemia no ha acabado. Si vemos los datos de fallecimientos a nivel global, es evidente que la pandemia no ha terminado. Normalmente las pandemias cursan en varias oleadas y sus efectos pueden durar varios años.
Número de muertes confirmadas por Covid-19 por millón de habitantes a nivel global hasta el 16 de febrero de 2022. Our World In Data
Lo que ocurra en los próximos meses va a depender principalmente de dos factores:
La aparición de nuevas variantes de SARS-CoV-2 que nos causen nuevos problemas.
Cuánto dure la inmunidad que nos ha generado la infección y/o las vacunas.
Tendemos a pensar que la evolución es lineal, que de la variante alfa surgió la beta, de ahí la gamma, y así sucesivamente, una detrás de otra, hasta Ómicron. Pero no, la evolución no es lineal. En cualquier momento y lugar, de cualquier “rama” del árbol filogenético, puede surgir una nueva variante. Pensábamos que la variante delta ya era lo suficientemente transmisible y que era difícil que surgiera otra todavía más transmisible.
Y apareció Ómicron, probablemente uno de los virus con mayor transmisibilidad a los que se haya enfrentado la humanidad, incluso parece que mayor que el virus del sarampión. Se calcula que en España durante este sexto periodo epidémico (desde principios de noviembre) ha habido más de 5.5 millones de casos confirmados. Algunos estiman que esa cifra quizá haya que multiplicarla por tres: más de 16 millones de infectados en poco más de tres meses. Una capacidad de contagio nunca vista hasta ahora.
Afortunadamente, Ómicron produce, en la gran mayoría de las personas no vulnerables y que han respondido a la vacunación, una enfermedad similar a un resfriado común, o incluso es asintomática. Además, parece muy probable que esta variante del virus sea menos virulenta que las anteriores.
No tenemos ningún motivo para pensar que Ómicron será la última variante de SARS-CoV-2
¿Puede surgir otra que sea incluso más transmisible, más virulenta o que escape totalmente de las vacunas? No lo sabemos. Por eso es muy importante seguir, mejorar y ampliar el sistema de rastreo y secuenciación de nuevas variantes, así como la vigilancia en aguas residuales.
No sabemos si habrá séptima ola, pero sí es verdad que gracias a Ómicron y a las vacunas hay ya una gran parte de la población inmunizada. Está bien demostrado que las vacunas actuales han sido capaces de conseguir una protección frente a la enfermedad grave, a la hospitalización y al fallecimiento en la mayoría de personas infectadas.
Este virus y sus posibles nuevas variantes no son ya totalmente nuevas para nuestro sistema inmunitario. Podríamos esperar –es más una esperanza que una certeza científica– que en los próximos meses haya nuevas oleadas del virus, que nos siga visitando de vez en cuando, pero ya en pequeñas oleadas con un número de casos graves y fallecimientos cada vez menor.
Siendo realistas, el objetivo quizá no sea llegar a cero infecciones o cero muertes, sino descongestionar el sistema sanitario. No es lo mismo cien muertos en un día que cien fallecimientos en cien días. Con Ómicron hemos visto que un número exacerbado y rápido de infecciones acaba generando también un número muy alto de fallecimientos, y llega a colapsar el sistema, lo cual también genera muertes.
Si el sistema sanitario es capaz de gestionar la situación, podremos volver a lo más parecido a la normalidad. Habrá otros problemas (Covid persistente, otros efectos secundarios, necesidad de nuevas vacunas…), pero ya no será una situación de emergencia.
El problema no es el virus, es un problema de gestión
Quizá el virus vuelva darnos un buen susto, pero es probable que ahora tengamos unos meses de “tregua”. SARS-CoV-2 no es ni un catarro ni una gripe, pero es verdad que esta sexta ola y Ómicron han cambiado la partida. La Covid en 2022 no es la misma que en 2020. Ahora hay una mayor población inmunizada, tenemos vacunas, tratamientos, sistemas de diagnóstico, se conoce mucho más de la enfermedad… Es el momento de evaluar y prepararse para la siguiente oleada. En las próximas semanas iremos viendo cómo se modifican o suprimen algunas de las medidas que se tomaron para controlar la pandemia. En cada caso concreto será necesario evaluar el riesgo-beneficio: qué riesgo de infección y enfermedad supone eliminar esa medida respecto al beneficio que supone para la salud en sentido amplio, también emocional, mental… Y siempre asumiendo que el riesgo cero no existe.
Las medidas restrictivas para evitar los contagios deben ser pocas, eficaces y muy bien explicadas a la población. Se ha demostrado que algunas medidas, como las mascarillas en el exterior (con distancia social nunca han sido necesarias), el control de la temperatura corporal a la entrada de los edificios, pulverizar las superficies con soluciones antisépticas o cerrar los parques infantiles carecen de utilidad.
También habría que evaluar si han sido eficaces las estrictas medidas que se han implantado en los colegios. Los menores de edad son la población menos vulnerable a la Covid-19 y no parece que sean grandes transmisores del virus, pero han padecido restricciones más estrictas que otros colectivos: grupos burbuja, confinamientos…
Ya hemos comprobado que las vacunas no evitan el contagio ni la transmisión del virus, por lo que los certificados o pasaportes de vacunación dejan de tener sentido. Quizá solo han servido para animar a que se vacunaran algunas personas para las que ir a la discoteca era más importante que evitar fallecimientos. Sólo por eso los pasaportes han tenido su utilidad. Pero ya no tiene mucho sentido que el pasaporte Covid “caduque” al cabo de equis meses. Puede incluso ser contraproducente, porque transmite la falsa idea de que las vacunas dejan de funcionar cuándo el pasaporte caduca, cosa que no es cierta.
Ómicron también ha demostrado que las medidas de restricciones de viajes y el aislamiento internacional al que se sometió a Sudáfrica carecen de sentido.
Vacunación personalizada
Es también el momento para repensar la estrategia de vacunación. Muchas personas han recibido ya la pauta completa (dos dosis) y una tercera de recuerdo. El virus ha evolucionado y no tiene ya sentido seguir administrando más dosis de forma generalizada (excepto en aquellas personas que se califican como de muy alto riesgo), sobre todo con las vacunas actuales. Los vacunados que han sido además infectados por Ómicron (o infectados por otras variantes y ahora vacunados) son los que mayor protección tienen y, muy probablemente, no necesiten ni siquiera una tercera dosis.
Es el momento de avanzar hacia una estrategia de vacunación más personalizada: una búsqueda activa de aquellas personas todavía sin vacunar (porque son los más vulnerables) y recomendar dosis vacunales adicionales o de recuerdo solo cuando la evidencia científica avale que aumentan la protección frente a la enfermedad grave.
La variante Ómicron, o cualquier otra variante de SARS-CoV-2, puede producir una enfermedad muy grave en personas no completamente vacunadas o en personas vulnerables que no han respondido a la vacunación, como son los pacientes inmunodeprimidos. Las acciones deberían focalizarse en estos grupos de personas vulnerables que son ahora los que sufren la enfermedad grave.
Centrar los esfuerzos en el enfermo, no en el infectado
El control de un virus con una alta transmisibilidad y muy grave, como hasta ahora ha sido el SARS-CoV-2, ha requerido un sistema de diagnóstico de los casos infectados y su aislamiento y la cuarentena de los contactos. El objetivo ha sido evitar los contagios y la transmisión del virus. Sin embargo, cuando el virus causa una enfermedad leve aunque sea muy transmisible, como podría ser un coronavirus catarral, no es necesario un rastreo tan exhaustivo, test masivos a la población, seguimientos y aislamientos de los infectados y cuarentena de contactos.
Ómicron no es un catarro pero, como hemos dicho, tampoco la situación es como en 2020. Con mucha prudencia, hay que plantearse un cambio de estrategia. Los recursos se deberían dedicar a la prevención, diagnóstico y tratamiento de los más vulnerables y los casos graves. Ómicron produce enfermedad grave en personas no vacunadas, incompletamente vacunadas y en pacientes vulnerables, y, por tanto, es en estos grupos de población donde hay que centrar los esfuerzos preventivos, diagnósticos y terapéuticos. Se trata de dedicar los esfuerzos no en el infectado sino en el enfermo.
Es el momento de pensar si es necesario dejar de usar el número de casos de infectados como indicador principal de la evolución del impacto clínico de la pandemia, y utilizar en su lugar los de incidencia de hospitalización y mortalidad.
Lo más importante: priorizar el fortalecimiento del sistema sanitario
Durante esta “tregua” es fundamental priorizar el fortalecimiento del sistema sanitario en su conjunto. Los recursos de los que disponemos actualmente no son suficientes para responder a la pandemia actual ni a las que puedan aparecer en el futuro. Ómicron ha dejado en evidencia las carencias de nuestro sistema de Atención Primaria.
Es el momento de evaluar y repensar un plan, que debe ser coordinado, razonado y bien explicado a la ciudadanía.
No podemos descartar nuevas oleadas durante esta pandemia. La primera ola fue imprevista, las siguientes eran esperables. Quizá no podamos evitar que haya nuevas olas, pero lo que sí se puede evitar son sus efectos devastadores. Esta sexta ola ha causado un reguero de muertes que quizá se podrían haber evitado, o al menos disminuido, si hubiéramos priorizado el fortalecimiento del sistema sanitario.
La versión original de este artículo está publicada en el blog microBIO
Ignacio López-Goñi, Catedrático de Microbiología, Universidad de Navarra
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.