Foto: Diego Ortíz, 20 años. México. (Especial.)
– En todo el mundo los veinteañeros se han visto excluidos del mercado laboral, y las consecuencias perdurarán durante muchos años
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Carreras profesionales cuidadosamente trazadas que de repente se convierten en callejones sin salida, títulos universitarios que ya no abren puertas, codiciados trabajos en el extranjero que se esfuman en un instante. Aunque superemos finalmente la fase aguda de la pandemia, la crisis continuará para las y los trabajadores jóvenes de las economías emergentes.
A nivel mundial el empleo para las y los jóvenes cayó 8.7 por ciento en 2020, frente al descenso del 3.7 por ciento de los adultos, según un informe de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) publicado en junio. Aun cuando los mercados laborales continúan recuperándose en línea con la mejora mundial, los investigadores de la OIT señalaron que los datos del gobierno sobre desempleo ofrecen una imagen parcial del problema. Su informe destaca un indicador diferente, la proporción de jóvenes que no tienen empleo, ni estudian ni reciben formación, la denominada tasa de jóvenes ‘ninis’ o NEET, que aún no ha vuelto a los niveles anteriores a la crisis en la mayoría de los países.
Niall O’Higgins, uno de los autores del informe, advierte sobre las consecuencias de quedar fuera del mercado laboral por largo tiempo. “Es evidente que hay un grave peligro de que los jóvenes que estén sin trabajo por un periodo prolongado puedan afectar sus perspectivas de ingresos individuales como la productividad de la sociedad y el potencial de ingresos a largo plazo”. Los efectos dañinos van más allá de la economía. En países con poblaciones relativamente jóvenes, tener un gran número de jóvenes desempleados puede contribuir a la criminalidad y la inestabilidad política.
Las advertencias sobre las generaciones perdidas no son nuevas. Mucho se escribió al respecto en los años posteriores a la crisis financiera mundial. Pero los optimistas argumentan que los menores de 30 años están en una posición privilegiada para aprender nuevas habilidades; las tecnologías innovadoras y la economía del trabajo temporal ofrecen oportunidades que las generaciones anteriores no tenían. Y acelerar el ritmo de la vacunación significará la reapertura de las fronteras, lo que a algunos les permitirá buscar oportunidades en el extranjero.
No obstante, el desafío será crear suficientes puestos de trabajo para todos los que se incorporen a la fuerza laboral. Incluso antes de la pandemia, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) estimó que el mundo necesitaría crear 600 millones de puestos de trabajo durante los próximos 15 años para satisfacer las necesidades de empleo de los jóvenes.
Los gobiernos tendrán que ser creativos, dice el economista ganador del Premio Nobel Paul Romer, tal vez incluso deban diseñar ambiciosos programas de empleo dirigidos específicamente a los jóvenes.
“Tener personas sin empleo es mucho más costoso de lo que pensamos. No perdemos solo el ingreso que recibirían o las cosas que producirían”, dice. “Perdemos el proceso de adquisición de habilidades que conlleva estar en el trabajo”.
En los siguientes párrafos conoceremos a siete jóvenes que nos hablarán sobre los obstáculos que el Covid-19 ha puesto en sus caminos.
Diego Ortiz se dice satisfecho de tener hoy trabajo en México, donde el 16.9 por ciento de los jóvenes nacidos entre 1996 y 2012, precisamente su generación, los llamados centennials o Generación Z, carecen de él. “Me siento muy afortunado. Es un empleo que me cayó muy bien en donde tengo un trato bastante bueno”, señala.
Estudiante del tercer semestre de la Ingeniería en Telecomunicaciones, Sistemas y Electrónica, en la Facultad de Estudios Superiores de Cuautitlán de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Diego es hoy mesero y comenta que entre sus amigos y conocidos, solo un 5 por ciento tiene empleo, pues a varios les afectó la pandemia. “Varios conocidos se vieron en la necesidad de buscar otro empleo por recorte salarial o atraso de pagos”.
En México, los y las centennials representan a 36 de cada 100 personas, según datos del INEGI y del IMSS, y fueron, precisamente ellos, quienes sufrieron de desempleo durante el inicio de la pandemia.
El confinamiento obligó a Diego a permanecer, al menos año y medio, sin cruzar palabra más que con su familia integrada por otras tres personas, y esto ya le afectaba. “Me generaba estrés, ansiedad y desesperación el no poder convivir con amigos, familiares o incluso con personas en la calle”.
Con un salario de 500 pesos (25 dólares) a la semana, ahora Diego se desempeña como mesero de una cafetería cercana a su casa, en la colonia Nueva Santa María, en la Ciudad de México, en donde el servicio al cliente le ha dado optimismo. Sin embargo, conseguir el trabajo no fue nada fácil.
“Para buscar este trabajo utilicé plataformas como Facebook Trabajos, OCC e Indeed, pero para los jóvenes que estudiamos el problema es el horario y la distancia para cumplir con la escuela y trabajo. En mi búsqueda de empleo, pasé un día visitando comercios, de puerta en puerta -como panaderías, hamburgueserías y cafés- para dejar solicitudes impresas”.
Hoy, ya tiene dos meses trabajando, de lunes a viernes cumpliendo con un total de siete horas diarias, en donde además de ser mesero, en ocasiones también apoya en la cocina, la parrilla y la limpieza del local.
Sin embargo, mantiene la esperanza de que al cursar el séptimo semestre de su carrera, pueda integrarse a un trabajo relacionado con lo que estudia.
“La pandemia nos empujó a que todo fuera digital y eso empata con mi carrera. Al graduarme me gustaría trabajar para alguna empresa como Google o Microsoft, algo relacionado con la innovación”. Su perspectiva es, al menos, cuadruplicar su salario para llegar a 20 mil pesos mensuales (mil dólares), con un empleo en donde tenga oportunidades de crecimiento, estabilidad y flexibilidad. Sin embargo, el tiempo lo dirá.
Trisha Nicole Miayo, de la provincia filipina de Laguna, dice que se sintió afortunada de conseguir un trabajo en Estados Unidos justo después de graduarse en 2019 como licenciada en gastronomía y administración hotelera. Como cocinera de línea para un hotel en Savannah, Georgia, ganaba hasta mil 600 dólares al mes, más de cinco veces el salario típico de un puesto similar en Filipinas.
A menos de un año de entrar en su nuevo trabajo, Miayo fue despedida cuando Savannah declaró el estado de emergencia a causa del coronavirus en marzo de 2020. Dado que era una trabajadora con contrato temporal, no era elegible para indemnizaciones por despido o prestaciones por desempleo. “No puedo explicar el miedo”, dice. “Estaba en un país nuevo, tenía que pagar el alquiler y los servicios, y de repente no tenía trabajo”.
Miayo buscó empleo en otros hoteles y restaurantes, pero no encontró. Habría aceptado un trabajo en una tienda o cuidando niños, pero tampoco tuvo éxito. “Mi padre me advirtió que no volviera a casa. Dijo que mejor me quedara en Estados Unidos, pero yo simplemente no tenía suficientes ahorros para esperar un nuevo trabajo”, cuenta.
Tras regresar a Filipinas en abril de 2020, Miayo intentó establecer su propio negocio en línea vendiendo ropa de segunda mano y otros artículos, pero no funcionó. Le ha sido imposible encontrar un trabajo en el que pueda usar su título.
La tasa de desempleo juvenil en Filipinas disminuyó al 18 por ciento en septiembre, desde un máximo pandémico del 32 por ciento en abril de 2020, pero sigue siendo casi el doble de la tasa nacional de desempleo. Los jóvenes filipinos que cuentan con empleo también registraron menos horas de trabajo.
Miayo ahora ayuda en la tienda de su hermana, gana alrededor de 5 mil pesos (100 dólares) al mes, lo suficiente para pagar sus comestibles, dice. Ahora que Emiratos Árabes Unidos ha reabierto sus fronteras, quiere usar lo que le queda de sus ahorros para ir a Dubái a buscar empleo. Si eso no funciona, sabe que podría tener que postergar su sueño de trabajar en una cocina profesional y considerar lo que esté disponible, lo más probable es que sea un trabajo en un call center. “Para 2022 habrán pasado casi dos años desde que tuve trabajo”, dice. “A veces me siento un poco inútil”.
En Brasil, la crisis del Covid ha sido especialmente dura con los jóvenes que habían invertido tiempo y dinero en su educación superior, solo para descubrir que las oportunidades que esperaban encontrar después de graduarse se han reducido o desaparecido. El número de brasileños subempleados con títulos universitarios saltó de 2.5 millones en 2019 a 3.5 millones en 2020, un aumento del 43 por ciento. Entre la población en general, la pandemia provocó un aumento del subempleo del 23 por ciento.
Paulo Henrique Furlan siempre soñó con ser científico. Cursó una licenciatura en biología en la Universidad Estatal de São Paulo y luego pasó dos años en un programa de intercambio en la Sorbona de París. Después de enviar docenas de currículos, consiguió un trabajo en 2019 en una empresa brasileña que cultiva tilapia. Furlan soportó los bajos salarios y las largas jornadas porque le habían dicho que el puesto administrativo era un trampolín hacia un trabajo de mayor jerarquía que le permitiría aplicar sus conocimientos. Eso no se materializó, por lo que el año pasado renunció para realizar un posgrado en procesamiento geoespacial y simultáneamente una maestría en fitoquímica, con un enfoque en la flora brasileña.
En octubre, el gobierno brasileño anunció el Programa Nacional de Crecimiento Verde que aparentemente ayudará al país a alcanzar su compromiso de cero emisiones netas de carbono mediante la promoción de empleos verdes. Con todo, Furlan, quien actualmente reside en Campinas, a unos 100 kilómetros al norte de São Paulo, no está seguro de encontrar trabajo una vez que termine sus estudios. “En Brasil, los empleadores exigen experiencia en un área, pero no hay oportunidades para adquirir esta experiencia”, dice.
De hecho, el fomento de los empleos verdes es incompatible con otras políticas de la administración del presidente Jair Bolsonaro. El Consejo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico, la principal fuente de financiación pública para la investigación científica, redujo su presupuesto de 2020 en un 87 por ciento. En consecuencia, tuvo que recortar drásticamente el dinero destinado a becas. Las subvenciones del gobierno para estudiantes de humanidades, establecidas en 272 dólares mensuales para aquellos en programas de maestría y 398 dólares para estudiantes de doctorado, no cubren el costo total de la matrícula en las universidades nacionales. Como resultado, Brasil ahora tiene un número desconocido de universitarios conduciendo Ubers y haciendo otros trabajos en la economía informal. De manera similar, el programa gubernamental de movilidad académica Ciencia sin Fronteras, que ha llevado a 100 mil brasileños a universidades del extranjero, ha quedado casi desarticulado.
La situación amenaza con acelerar la fuga de cerebros. Los datos recopilados por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos muestran que el 40 por ciento de los brasileños que viven en los países de la OCDE tienen un alto nivel educativo. “Los incentivos para quedarse aquí solo disminuyen y la sensación de impotencia de ser investigador en Brasil solo crece”.
Michael Asare contiene las lágrimas mientras relata cómo el Covid le arrebató su trabajo como mesero en un restaurante chino en Accra, la capital de Ghana. Entró a trabajar apenas egresó de prepa, y subió gradualmente hasta obtener una paga mensual de 700 cedis (115 dólares). Luego vino el coronavirus. “Nos pagaron la mitad del salario durante dos meses, pero en el tercer mes nuestro gerente dijo que el restaurante no estaba ganando ni siquiera para sostener la mitad de los salarios, por lo que nos dio las gracias y dos meses de salarios completos como indemnización”, dice.
Ghana registraba altas tasas de desempleo juvenil incluso antes de la pandemia, porque las industrias que han impulsado su economía en las últimas décadas (oro, cacao y, más recientemente, petróleo) no son grandes generadoras de empleo. Según un informe del Banco Mundial del año pasado, el subempleo juvenil en el país supera el 50 por ciento, una tasa mayor que la del resto del África subsahariana.
Para pagar la comida y otros artículos esenciales de su hija de 7 años y su padre, quien ha estado en tratamiento por cáncer de próstata, Asare no tuvo más remedio que echar mano de los 2 mil 500 cedis que había reservado para poder estudiar ciencias empresariales. En agosto comenzó a trabajar como mesero en un restaurante tailandés y ahora se concentra en reconstruir sus finanzas. “Vivo dentro de mis posibilidades y ahorro tanto como puedo”, expone.
Hemant Singh es uno de los muchos jóvenes indios cuyas aspiraciones profesionales se han visto trastocadas por la pandemia. Hace dos años, se valió de su experiencia como jugador de baloncesto para el equipo estatal de Delhi para conseguir un trabajo como profesor asistente de deportes en una escuela internacional allí. Le pagaban al mes 10 mil rupias (135 dólares), y Singh esperaba convertirse en entrenador profesional.
La pandemia obligó a cerrar escuelas y otras instituciones educativas en las grandes ciudades. Singh y los familiares con los que había estado viviendo no tuvieron más remedio que regresar a su pueblo natal en el estado septentrional de Rajastán. Durante los últimos siete meses, Singh ha atendido una pequeña licorería propiedad de su familia. La tienda está abierta de 9 a.m. a 8 p.m. todos los días, pero el joven también pasa las noches allí como vigilante. Solo sale por la mañana, para bañarse y comer, y a la hora de la cena. “Nunca pensé que iba a perder mi trabajo a causa del Covid, y ahora ya no me veo jugando baloncesto”.
La población india en edad de trabajar crece a razón de un millón al mes, pero menos del 10 por ciento accede a trabajos en la economía formal. Aunque el crecimiento económico se recuperó de los peores niveles de la crisis, el desempleo entre las personas de 20 a 24 años era de casi 39 por ciento en marzo, según el Centre for Monitoring Indian Economy Pvt. Ltd.
Singh tiene un nuevo plan de cinco años: espera ahorrar suficiente dinero para estudiar una licenciatura en educación física, de modo que pueda solicitar empleo en la capital. “Sueño con convertirme en profesor de deportes del gobierno, si puedo aprobar su examen”.
China registró una recuperación rápida en forma de V del golpe inicial de la pandemia, pero su economía se ha desacelerado notablemente este año. Como resultado, a muchos jóvenes les resulta difícil ingresar al mercado laboral.
Sun Xiaowen es un ejemplo. Tras graduarse de la prestigiosa Universidad Renmin de China, en 2020, la joven había planeado continuar en Alemania sus estudios después de tomarse un año sabático. Por las restricciones de viaje por el coronavirus, cambió de planes. En abril de este año, tomó un trabajo en una agencia que ayuda a jóvenes chinos a postularse para estudiar en el extranjero.
“Los graduados de la generación 2020 se han visto afectados por la epidemia”, dice Sun. “La situación laboral de mis amigos y antiguos compañeros de estudio no es tan buena como se esperaba. Tenemos que competir no solo con los estudiantes que se gradúan en 2021, sino también con aquellos que fueron despedidos debido a la pandemia”.
En China se graduarán 9.1 millones de estudiantes universitarios en 2021, superando el récord del año pasado de 8.7 millones, según cifras oficiales. Desafortunadamente para todos estos egresados, muchas empresas chinas han reducido la contratación. El año pasado solo se crearon 11.9 millones de nuevos empleos urbanos, frente a los 13.5 millones de 2019.
El desempleo entre los jóvenes alcanzó un máximo de 16.8 por ciento en julio de 2020, y aunque había retrocedido a 14.6 por ciento en septiembre de 2021, la divergencia entre las tasas de jóvenes y adultos fue 3 puntos porcentuales más amplia que a fines de 2019.
Para abordar el problema, el gobierno central de China está impulsando un plan que incluye ayudar a los trabajadores más jóvenes a iniciar sus propios negocios, fortalecer la capacitación vocacional y hacer que los trabajos en las fábricas sean más atractivos.
A Sun le preocupa que peligre su trabajo en la agencia de estudios en el extranjero debido a las ofensivas del gobierno contra los servicios de tutoría privada, pero está resignada a la situación que ella y muchos de sus compañeros enfrentan. “El mercado laboral está lleno de personas con alto nivel educativo que buscan empleo”, advierte. “Deberás dedicar mucho tiempo a investigar posibles empleadores y mejorar tus habilidades para encontrar un trabajo realmente adecuado. Así son las cosas”.
Fikile Lucie Moni abandonó un curso de ingeniería en 2017 porque no podía pagar las cuotas. Apenas ha trabajado desde entonces, excepto por algunos contratos temporales. Actualmente trabaja solo dos horas a la semana llevando los registros informáticos de una pequeña cervecera.
En los rezagados municipios que se extienden hacia el norte de Pretoria, la capital de Sudáfrica, la historia de Moni no es inusual. Incluso antes de la pandemia, el 58 por ciento de la población nacional de 18 a 24 años estaba desempleada, y muchos recurrían a las drogas ilegales, el alcohol o el crimen para matar el aburrimiento de una vida sin oportunidades. Según un indicador gubernamental del desempleo que toma en cuenta a aquellos que han dejado de buscar trabajo, casi 4 de cada 5 jóvenes en ese grupo etario están desempleados. Eso se debe en parte al Covid-19, pero los problemas más grandes y crónicos son un sistema educativo disfuncional y una economía estancada.
“Es devastador no saber cómo pagarás tu siguiente comida”, dice Moni, sentada en una austera habitación en Katekani Community Project, una organización sin fines de lucro con sede en Mabopane, un municipio a 40 km al norte de la capital. En un taller impartido por Katekani, Moni aprendió cómo hacer un currículum y comportarse durante las entrevistas de trabajo. También completó un curso de tres semanas sobre conceptos básicos de computación. “Aprendí a expresarme como persona, aprendí a usar una laptop”, dice la joven de voz suave, que espera conseguir un empleo administrativo.
Moni no ha podido encontrar un trabajo de tiempo completo. En Mabopane y los municipios cercanos, hay pocas oportunidades. Imprimir el currículo y tomar un minibús hasta Rosslyn, una zona industrial a 14 kilómetros de distancia, cuesta dinero que los jóvenes desempleados no tienen. Muchos ni siquiera tienen los documentos de identidad necesarios para solicitar trabajo.
En el centro Refentse Health Care Project en el municipio de Stinkwater, a unos 18 kilómetros de Mabopane, los jóvenes aprenden a contestar teléfonos en caso de que surja un trabajo en un call center. En una calle cercana, otros marchan como parte de su entrenamiento para convertirse en guardias de seguridad. Originalmente establecido en el año 2000 para brindar atención domiciliaria al creciente número de enfermos de SIDA en la comunidad, el proyecto comenzó a ofrecer capacitación laboral en 2012. “El mayor desafío que tuvimos fueron los huérfanos, aquellos que habían perdido a sus padres a causa del VIH y la tuberculosis”, explica Phillip Mailwane, al frente del centro Refentse. “Teníamos que cuidar a estos jóvenes y cambiar sus medios de vida”.
Mailwane pasa gran parte de su día contactando a empresas para tratar de colocar a los estudiantes de su centro. Las probabilidades están en su contra, dice. De los aproximadamente 30 jóvenes de entre 18 y 35 años que se inscriben en los tres cursos de Refentse cada trimestre, quizás cinco encuentren trabajo. “Está empeorando, no hay nada de empleo”, dice Lizzie Mpheteng de 26 años, quien trabaja como voluntaria en el centro porque no ha encontrado trabajo y le resulta abrumador quedarse en casa todo el día. “Muchos jóvenes no trabajan ni estudian. Solo beben, beben, beben”.